Nuestro Diccionario de la RAE define la diligencia como “cuidado, prontitud, agilidad y actividad en hacer lo que se debe hacer” término que procede de diligentia, es decir, del cuidado en hacer algo. La diligencia es una virtud, y como tal, viene referida a acometer una actividad (especialmente el trabajo) con eficacia y buen hacer en búsqueda de la excelencia.
Circunscritos a la diligencia del abogado, el Estatuto General de la Abogacía Española establece como obligaciones del Abogado para con la parte por él defendida, «además de las que se deriven de la relación contractual que entre ellos existe, la del cumplimiento con el máximo celo y diligencia y guardando el secreto profesional, de la misión de defensa que le sea encomendada, atendiendo en el desempeño de esta función a las exigencias técnicas, deontológicas y morales adecuadas a la tutela jurídica de cada asunto». Precisa asimismo el Estatuto General, «que el Abogado realizará diligentemente las actividades que le imponga la defensa del asunto confiado».
La diligencia debida debe ceñirse al respeto de la lex artis (reglas del oficio), esto es, de las reglas técnicas de la abogacía comúnmente admitidas y adaptadas a las particulares circunstancias del caso (lex artis ad hoc).
– informar de la gravedad de la situación, de la conveniencia o no de acudir a los tribunales, de los costos del proceso y de las posibilidades de éxito o fracaso;
– cumplir con los deberes deontológicos de lealtad y honestidad en el desempeño del encargo;
– observar las leyes procesales; y aplicar al problema los indispensables conocimientos jurídicos (STS de 14 de julio de 2005).
Por tanto, la diligencia se sustenta en una conducta por la que el profesional se compromete a realizar el encargo con la máxima atención, celo y responsabilidad, de modo que el cliente se sienta asesorado en todo momento, sabedor de que su abogado llevará a cabo cuantas gestiones sean necesarias para el mejor desarrollo del encargo, lo que conduce a una conducta que se manifiesta en una doble perspectiva: la atención al cliente y la ejecución del servicio. Igualmente, vinculada a dicha máxima atención y concentración en el encargo, y como contenido de la diligencia, se incluye la obligación del abogado de formarse y actualizar sus conocimientos para ofrecer el mejor servicio.
Por lo tanto, una persona diligente se caracteriza por ser capaz de reflexionar de forma objetiva y mostrarse dispuesta a cumplir con su deber con interés y celeridad, lo que supone disponer de un alto sentido de responsabilidad, sabedora de la necesidad de ser fiel a sus promesas.
Trasladando estas cualidades al abogado, un profesional diligente:
– Escucha atentamente y con paciencia a sus clientes.
– Informa de forma periódica a sus clientes sobre el estado del asunto.
– Se encuentra disponible y atiende a sus clientes.
– Imprime celeridad a sus servicios.
– Profundiza en los encargos hasta encontrar la solución o defensa más adecuada.
– Se forma y actualiza constantemente.
– En definitiva, muestra una absoluta voluntad de servicio al cliente.
Pero, ¿qué ocurre cuando falta la diligencia en un abogado?
En tales casos aparece la otra cara de la moneda: la negligencia, o lo que es lo mismo, según el Diccionario de la RAE nos encontraremos ante un descuido, falta de cuidado o falta de aplicación.
Sustancialmente, las conductas negligentes en la abogacía se caracterizan por la desatención de las labores que comprenden el encargo profesional, comprendiendo un amplio abanico de conductas: descuidos, retrasos, olvidos, desatención, falta de disponibilidad, falta de preparación, desinterés, impuntualidad, etc., que llevan a la plena insatisfacción del clientes y, en la mayoría de los supuestos, a la generación de un daño o perjuicio.
Como ejemplos prácticos, que mejor que citar algunas de las conductas contrarias a la diligencia, es decir, conductas negligentes, entre las que podemos destacar las siguientes:
- Ralentizar la prestación del servicio ante la falta de pago de los honorarios.
- No presentarse a una vista.
- Dejar transcurrir plazos para alegar, recurrir, etc. quedando precluido el trámite.
- Desatender al cliente, siendo materialmente imposible el acceso de éste a su abogado.
- Aceptar encargos careciendo de la preparación técnica adecuada.
- Asistir a juicio sin la debida preparación de la vista.
- Dejar de asistir a un cliente en prisión preventiva.
- Descuidar la formación necesaria para la prestación de los servicios.
– La pérdida de documentos del cliente.
La diligencia del abogado debe adquirirse con el compromiso a ejercer la profesión, si bien existen una serie de conductas que pueden ayudarnos a mantenerla:
– El empleo de la paciencia a la hora de escuchar a nuestros clientes.
– La celeridad en la tramitación de los asuntos.
– El máximo interés en el caso.
– La formación y autoformación constante.
– La puntualidad en el cumplimiento de los plazos.
Concluimos con una curiosa frase de Thomas Fuller, que si bien no consta en nuestros códigos deontológicos, bien que ameritaría un titular en los mismos:
“El cuidado y la diligencia traen suerte.” Thomas Fuller